El zapatero clavaba la nueva suela de un par de zapatos cuando, súbitamente, su martillo se descabezó sin remedio. Entonces pensó que hacer, pues tenía urgencia de entregar el trabajo y cobrar. Recordó que al frente vivía el carpintero y podría pedirle un martillo prestado. Se levantó de su asiento, se quitó el delantal y encaminó a la puerta, cuando recordó: ¡Hace unos días el carpintero me pidió que le prestara un poco de pegante y yo le contesté que no tenía suficiente! ¡Ahora quizá él no me preste el martillo! Sin embargo, dada la urgente necesidad, salió de su taller hacia la calle y pensó de nuevo ¡Que vaina, este tipo no me va a prestar el martillo! Mientras cruzaba la calle seguía cavilando ¡Este carpintero amargado me va a cerrar la puerta en las narices! Subió al andén frente a la carpintería y pensó nervioso ¡Este mala clase me va a mandar a la m…! Finalmente, asustado, taquicárdico y sudoroso se dispuso a golpear y enfrentar al “miserable” vecino. Golpeó en su puerta y, antes de que el carpintero tuviera oportunidad de saludarlo y preguntar qué se le ofrecía, el zapatero le grito ¡Quédese con su porquería de martillo, gran …! mientras daba un giro abrupto de vuelta hacia la zapatería. El carpintero no alcanzó a musitar palabra, sorprendido por haber recibido el insulto sin razón conocida.
El miedo y la culpa destapan una de las peores facetas del ser humano, la paranoia. Este mecanismo de defensa exacerbado agudiza los sentidos y acelera el pensamiento sobremanera, en búsqueda de enemigos o culpables, muchas veces más imaginarios que reales, sobre los que se puede descargar mágicamente toda la angustia y culpa propias; pero este señalamiento e inculpación de otros trae consigo muchas formas de violencia y estigmatización, que incluyen hasta el franco linchamiento del culpable imaginado o deformado.
La pandemia del Covid-19, y el enorme temor que genera, desencadena este mecanismo de defensa, asentado en la más profunda y primitiva zona del desarrollo cerebral, el que fuera indispensable para la supervivencia de los primeros humanos, por la necesidad de imaginar, con base en experiencias previas de peligro, por ejemplo, que del otro lado de la colina podía haber un animal peligroso y de este modo prepararse para luchar o huir y no sucumbir. Quizás del otro lado de la colina no hubiera nada, pero era indispensable anticiparse, agudizar los sentidos, acelerar la imaginación y segregar adrenalina, para alistar el cuerpo para el posible encuentro o ataque.
Cuando vemos que ciudadanos, pueblos, países y sus dirigentes comienzan a comportarse como el zapatero de la historia, es el momento de pensar en poner en funcionamiento otras zonas cerebrales no tan primitivas y capaces de cálculos y análisis mucho más sofisticados y de largo plazo, que la especie humana ha desarrollado posteriormente a través de cientos de miles de años.
Cuando se comienza a volcar la angustia y el miedo sobre los ciudadanos de otros países, los extranjeros, a los que se maltrata; cuando se estigmatiza a las naciones más afectadas, cuando cunde la xenofobia, es momento de reflexionar sobre el comportamiento primitivo que nos domina.
Cuando se busca descargar la angustia y culpa propias sobre países, regiones o incluso municipios vecinos, pretendiendo aislarse o urdiendo teorías conspirativas, es momento de reflexionar sobre la utilidad del mecanismo de defensa en la aldea global. Yo te cierro, tú me cierras y todos nos encerramos.
Cuando se descarga el temor propio, violentando y segregando a los trabajadores de la salud en el transporte público o en el conjunto residencial, profesionales de los que puede días después depender su vida, es momento de reflexionar sobre las limitaciones y estupidez última del cerebro primitivo que llevamos dentro.
Cuando, por miedo al contagio, se pretende que el aislamiento de los enfermos consiste en echarlos de los hospitales hacia improvisadas carpas de atención, donde no tendrán las condiciones técnicas y científicas necesarias para salvar vidas en el periodo crítico de la enfermedad, se cae en la misma corta visión del pensamiento primitivo, pues se están condenando ellos mismos por anticipado.
Cuando se pretende descargar la angustia personal ante la enfermedad y la muerte culpando a los fallecidos por el Covid-19 por tener hipertensión, diabetes, obesidad o cualquier otra patología común, o por haber fumado, viajado o incumplido cualquier norma menor, es hora de estudiar los graves efectos del temor primitivo y la poca capacidad reflexiva de quienes trasmiten información o manejan los distintos medios de comunicación.
Cuando para atenuar la angustia y culpa de los errores propios, los políticos buscan por doquier culpables de la pandemia, sancionan o apartan a funcionarios o expertos que informan sobre la gravedad del fenómeno (matar el mensajero), despiden ministros y llegan al extremo de retirar el apoyo a la Organización Mundial de la Salud en tiempos de la mayor pandemia de la humanidad en cien años, es hora de reflexionar sobre la necesidad de contar con mecanismos para prevenir la paranoia de los líderes, e incluso repensar sistemas de gobierno, para evitar riesgos enormes a los pueblos.
Cuando los gobernantes, en medio de su temor y culpabilidad por la situación crítica en que ellos (y sus antecesores) han colocado al sistema de salud, con sus políticas económicas, comienzan a dictar medidas autoritarias sobre los profesionales de la salud, rebajándolos al nivel de conscriptos, es hora de reflexionar sobre la autoridad y la democracia misma.
Cuando los directivos, gerentes y administradores de instituciones de salud, que han maltratado laboralmente a los trabajadores de la salud por muchos años –ellos solamente obedecen órdenes como los oficiales del Reich-, pretenden solventar su temor y culpabilidad imponiendo por la fuerza su autoridad o sancionando a los trabajadores que exigen condiciones menos riesgosas para atender a los pacientes infectados, es hora de reflexionar sobre las instituciones y los directivos que tenemos.
Pero no es la hora de señalar con el dedo, como culpables, a personas con nombre propio, con la paranoia exacerbada, que quepan en las categorías mencionadas, pues lo único que se conseguirá con ello es que se vuelvan más paranoicos y actúen de forma aún más irracional, afectando a todos los demás.
Durante el periodo crítico de la pandemia es necesario dejar a un lado la estigmatización, el adjetivo calificativo, el juicio inquisidor. Por parte de gobernantes y gobernados, por parte de patronos y empleados, por parte de policías y delincuentes, por parte de vecinos y amigos, por parte de ricos y pobres. Aunque no estemos de acuerdo con su actuar y creamos que merezcan los más duros calificativos, procuremos pronunciar estos hacia adentro o en privado, tan sólo con las personas cercanas. Cuando nos cambia el mundo dramáticamente, es tiempo de angustias y errores. Es necesario por tanto ser tolerante durante la crisis con los errores de unos y otros. Quienes no lo sean y no procuren llamar al otro a corregir los errores con prudencia, sin asumir la posición de juez e inquisidor, simplemente estarán demostrando que tienen igualmente su paranoia fuera de control.
Por supuesto, siempre es hora de exigir, con argumentos, a quienes tienen mando, poder y responsabilidad, para que tomen las decisiones más acertadas, pero, mientras dure la crisis, quizás es mejor buscar que les lleguen al oído buenos consejos, preferiblemente por medio de personas en las que ellos confíen, si queremos que mejoren su actuar en el momento que tienen la paranoia exacerbada.
No es la hora entonces de señalar, ni de acusar, menos de juzgar, pues de seguro quienes hoy acusan, señalan y linchan moralmente, comportándose como el zapatero de la historia, volcando toda su angustia y miedo, mañana resultarán ser los acusados, señalados y sancionados.
No se debe tener prisa, pues sin duda el tiempo de los juicios vendrá después, y de seguro, ya con el ánimo sereno, serán sancionados legal o moralmente los responsables, no de la pandemia, sino de sus trágicas consecuencias en nuestro país, en función de la enorme desigualdad social y de los servicios de salud tan precarios e inequitativos.
Serán responsabilizados quienes, por sus actuaciones u omisiones, hayan fallado en la protección social de los habitantes del territorio, en especial de los grupos sociales descarada y francamente abandonados. Particularmente serán llamados a rendir cuentas aquellos que, desde sus posiciones de poder político, económico o social, pretendiendo solventar su temor y culpabilidad por la desprotección de la vida y la salud de los ciudadanos, amenazaron, estigmatizaron, juzgaron y utilizaron irracionalmente la fuerza contra ellos.
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Félix León Martínez
Presidente de Fedesalud
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